FEDERICO NARVÁEZ
LAS CLAVES DEL
DESARROLLO
De cómo Europa Occidental, Japón y los
“Tigres del Asia” lograron su desarrollo socioeconómico después de la Segunda Guerra
Mundial. China: un caso especial. Lecciones que el Paraguay puede aprender.
1ª.
PARTE
En esta serie de Capítulos, se
fijan posturas y aclaran conceptos
respecto al tan actual y debatido tema de la superación de la pobreza y el subdesarrollo, a la luz del
examen previo de las contrapuestas ideologías del Neoliberalismo, Socialismo y
del Nacionalismo Republicano y de las enseñanzas que debiéramos aquilatar para
el Paraguay.
1
CONSIDERACIONES PREVIAS.
Sabido es que ningún sistema
socio-económico-político puede afirmarse y mucho menos perdurar si no está
apoyado en una estructura ideológica que lleve a los distintos estamentos y
clases de la sociedad el convencimiento de que lo que está ocurriendo está
justificado porque es correcto y legítimo. Por eso es menester incursionar en
el debate, tan apasionante como apasionado, que tiene en vilo a la ciudadanía
de los países del “tercer mundo”: la privatización de Entes Públicos o su
mantenimiento en poder del Estado y el rol de éste –que con la aparición del “Socialismo
del Siglo XXI” ha vuelto a tomar vigencia con mucha virulencia–esclareciendo
primero las pautas ideológicas de esta “batalla por los espíritus” para luego
examinar la realidad externa e interna del tan mentado tema, con el fin de
desnudar falacias, señalar verdades, y aclarar equívocos interesados respecto a
la posición del auténtico Nacionalismo Republicano.
Sobre la definición de “Ideología Política” hemos preferido, entre
muchos, todos muy parecidos, el de Zbigniew
Brzezinski –aquel célebre profesor universitario de Harvard y Asesor del
Consejo de Seguridad del Presidente Jimmy Carter que pergeñó los lineamientos
de la “Comisión Trilateral y fue un ideólogo adelantado del Capitalismo de la Revolución
Científico-Tecnológica– para quien “Ideología Política” denota “una doctrina del poder político en la
cual, en forma simultánea, se definen los objetivos, se describen los métodos
adecuados para alcanzarlos y se moviliza el apoyo que estos requieren” (“The Soviet Bloc: Unity and Conflict”: Cambridge,
MA, Harvard University Press; p. 489; 1967);
y agrega que está formada por tres componentes: supuestos filosóficos,
conceptos doctrinarios, y un programa de acción que dimana de la doctrina y
está basado en los supuestos filosóficos.
Y la ideología se expresa en la “teoría”,
entendiéndose como “buena teoría” –según la politóloga americana Margot Light – “aquella que puede ser
adaptada o expandida a fin de que se reflejen en ella las nuevas
circunstancias, de modo que permita explicar el pasado, sirva de modelo para el
presente, y tenga cierto valor de predicción para el futuro…”(The Theory of International Relations”; New
York, St. Martin’s Press, p. 318; 1988).
Tal lo que aconteció con la vigorosa ofensiva del
Neoliberalismo que ha encontrado, al parecer, una “buena teoría” con el
derrumbe del “Socialismo real” de la
Europa del Este y la misma Unión Soviética, explicándolo como
el triunfo incuestionable e “in eternum” del Liberalismo histórico
individualista frente a todo tipo de organización solidaria como lo ha
proclamado Francis Fukuyama en “El
Fin de la Historia”.
El Neoliberalismo,
partiendo del supuesto filosófico Liberal de la racionalidad del hombre y la
defensa de su dignidad y libertad, con esa fe positivista en el progreso de la
ciencia y la evolución ascendente de la humanidad, retoma el hilo de la
historia reelaborando la doctrina individualista de alcanzar una total primacía
de lo privado sobre lo público, del individuo ante el Estado, de la competencia
frente a la cooperación, y su programa de acción destinado a desregular las
relaciones Estado-Sociedad, uno de cuyos aspectos fundamentales es el que ocupa
parte de este libro: privatización acelerada de entes públicos.
“El individuo es esencialmente
propietario de su propia persona y de sus capacidades” dice Karl Popper en “La sociedad abierta y sus enemigos”, sin tener que compartir esas
propiedades con el cuerpo social; y James
Buchanan (“Los Límites de la
Libertad”: Premia Editora, México, p. 13; 1981) exclama: “vivimos en una sociedad de
individuos, no de iguales”, la igualdad no es natural al hombre, lo es la
desigualdad, y denuncia que los ideólogos igualitaristas atentan contra el
ser individual, libre y eficaz, al pretender la igualdad de lo naturalmente
desigual. La concepción neoliberal
parte de la primacía de las acciones individuales y, de este modo, el
fundamento de la acción del Estado será que los individuos optan por conseguir
determinados objetivos de manera conjunta pero partiendo siempre de la premisa
de que cada cual tiene sus propios objetivos y “que nadie mejor que el
individuo conoce lo que es aconsejable para ese mismo individuo” y por tanto,
los individuos ya no deben seguir “aceptando la limitación de sus libertades en
nombre de una concepción abstracta de bien social” (Fernando Londoño: “La Omnipresencia Creciente
del Estado”;Bogotá, 1987).)
2
EL LIBERALISMO CAPITALISTA.
El Liberalismo capitalista
puede ser definido como un sistema económico, social y político en el cual los
medios de producción como las industrias, bancos, recursos naturales etc., son
propiedad de empresas privadas o de individuos y donde el aparato del Gobierno
funciona a favor de los intereses de dichos propietarios siendo ellos quienes
determinan la distribución de la renta nacional. El Liberalismo capitalista es
inherente al sistema de libre empresa en el que los hombres de negocios, los
propietarios de los medios de producción, son libres de maximizar sus
beneficios.
Como ya dijimos, la ideología se
expresa en la teoría y desde esa perspectiva debemos contemplar la ideología liberal expresada en la
teoría económica del capitalismo propuesta por Adam Smith. En el periodo de los años 1500 a 1700 en que se
establecieron los fundamentos del moderno capitalismo, sin embargo su fuerza
motriz: el instinto adquisitivo y afán de lucro, no era bien vista por el
Estado ni por la Iglesia;
la burguesía aun no había triunfado y la legislación seguía inspirada en la
ideología medieval de la ética paternalista cristiana. Pero después de la “Gloriosa Revolución” de 1688-89 en
Inglaterra, los dogmas que exaltaban la supremacía del Estado Absolutista Real
fueron perdiendo terreno ante las nuevas ideas que propugnaban el
individualismo, el instinto adquisitivo, y elevaban la competencia a la
categoría de principio. Y Adam Smith en su obra “Investigación sobre la naturaleza y las causas de la riqueza de las
naciones” (1776) habría de
darles su justificación teórica. En ella aducía que los seres humanos actúan
motivados principalmente por el interés personal y el egoísmo; que las acciones
humanas primordialmente buscan la supervivencia y por lo tanto la ambición y
el interés no son vicios sino virtudes que unidos al trabajo llevan a la
prosperidad; de ello resulta que la intervención del Estado en la economía debe
reducirse al mínimo para que se alcance el máximo bienestar individual y
social.
Adam Smith condenaba los miles
de reglamentos mercantilistas encaminados a perpetuar los monopolios estatales
ya que éstos destruían el funcionamiento del libre mercado impidiéndole
realizar el bienestar social, puesto que, abandonados a sí mismos los patrones
y los trabajadores, el interés individual les induce a colocar su capital o su
fuerza de trabajo allí donde les sean
más productivos. El mecanismo que garantiza el éxito de la relación
es “la
mano invisible” del libre mercado, donde los negociantes compiten por el
dinero del consumidor, y los consumidores, a su vez, procuran obtener productos
de la mejor calidad y al precio más barato posible. En la economía de libre
mercado, según Adam Smith, todos son extraordinariamente felices: tanto los
productores que obtienen el beneficio máximo, como los consumidores que
obtienen productos de la mayor calidad y al precio más bajo posible gracias a
la máxima eficacia productiva en un
ambiente caracterizado por la competencia perfecta.
Ahora bien, la visión que Smith describió en su libro
era la de un sistema donde el consumidor era el soberano y el productor
capitalista debía luchar por satisfacer al mercado y a los trabajadores pues no
tenía la fuerza para imponérseles. Es que el
capitalismo estaba en su infancia. A fines del siglo XIX ya había llegado a
su adolescencia y las gigantescas compañías industriales socavaban aquel
mecanismo de mercado que teóricamente garantizaba el máximo bienestar social,
porque mientras las fuerzas de la demanda y del trabajo seguían actuando con
libertad, las de la oferta y del salario estaban eficazmente sujetas.
Casi todas las industrias
principales se convirtieron en monopolios o constituyeron Cárteles
poderosísimos que devoraban a las empresas pequeñas, reducían al mínimo el
salario de los trabajadores y por supuesto, prosperaron a un ritmo sin
precedentes mientras “…construían ferrocarriles de mala calidad, producían
artículos deleznables, timaban a los inversionistas honrados, explotaban a los
trabajadores, y esquilmaban los recursos naturales del país para su propio
enriquecimiento…”(Gilbert Fite y Jim Reese: “An Economic History of de United States”; Hougton Mifflin, p.355;
Boston, 1973). Los norteamericanos, más simples y directos, los llamaron los “robber Barons”(Barones ladrones).
Y como sucedió siempre,
utilizaban el aparato del Estado y los resortes del Gobierno para torcer hasta
el sentido y la aplicación de las leyes en beneficio propio; basten dos
ejemplos: después de la Guerra
de Secesión, el Congreso Norteamericano aprobó la primera Ley de Derechos
Civiles en forma de Enmienda Decimocuarta a la Constitución,
destinada a los negros principalmente, garantizando la ciudadanía y la igualdad
de Derechos para todos y prohibiendo que
ningún Estado privase de vida, libertad o hacienda a persona alguna sin previa
formación de causa. Como sabemos, los negros siguieron igual, pero la
jurisprudencia estableció que las Empresas eran personas jurídicas y, por
tanto, cada vez que un Estado aprobaba alguna Ley para impedir prácticas
antisociales de una Compañía, los Tribunales Federales declaraban
anticonstitucional la Ley
“por no haberse instruido causa previa conforme a la decimocuarta enmienda”. De
la misma manera, cuando en 1889 el Congreso aprobó la “Ley Sherman antitrust” por la que se prohibía la conspiración para
formar monopolios o “cualquier otro dispositivo atentatorio a la libre
competencia”, durante décadas los Sindicatos quedaron inmovilizados, en virtud
de la interpretación de esa Ley, porque las huelgas estuvieron prohibidas “por
atentar a la libre competencia”.
Y así, mientras la terrible
concentración de la riqueza sumergía a Occidente en un mar de contradicciones y
polarizaciones crecientes, alterando drásticamente los supuestos fundamentales
del liberalismo capitalista y llevándolo en derechura al “crash” de 1929, y
mientras los “robber Barons” se alzaban (al decir de un estudioso de ese
periodo) “con el santo y la limosna” de la renta nacional, los Herken de
entonces seguían predicando políticas abstencionistas del Gobierno para que no
entorpeciese la conversión del país “en una gran Sociedad Anónima”… “una SA dispuesta a expandirse y
progresar con capacidad de competir para
hacer negocios con muchos accionistas y pocos dependientes”(Pablo Herken
dixit: Diario Noticias, 7 de Agosto de 1994).
3
EL NEOLIBERALISMO.
La “Gran Depresión” de 1929 hizo añicos el “mundo feliz” donde la
“mano invisible” del libre mercado imperaba: ese día –“viernes negro”– se desfondó la Bolsa de Nueva York y en los siguientes tres años
hubo 85.000 quiebras en los EE.UU. y un 25% de la entonces población activa (12
millones de personas) quedó sin empleo. Todo el mundo capitalista parecía estar
a punto de confirmar la tesis marxista de su inevitable derrumbe; pero dos
sucesos lo evitaron: la 2ª. Guerra
Mundial y la irrupción de John
Maynard Keynes. Éste recetó lo que habría de llamarse la “economía de la demanda” con gran
intervención del Estado en la economía y gran cantidad de gasto público para
combatir el desempleo y reavivar el consumo, y la guerra sirvió para demostrar
su eficacia. Desde entonces la teoría “Keynesiana” y sus derivaciones han
orientado la economía del mundo occidental hasta… la crisis del “Welfare State”
(Estado de Bienestar) y el consecuente advenimiento del Neoliberalismo.
La teoría Keynesiana es la antítesis de la teoría
Liberal neoclásica pues asigna al Estado una función de contralor y director
permanente e indispensable para la prosperidad y justa distribución de la
riqueza. Simplificando en exceso, diremos que en dicho sistema la “demanda
agregada” desempeña un papel activo y la “oferta agregada” debe adaptarse a la
primera; es decir que para que la renta nacional sea alta y, por tanto, se dé
un nivel de empleo elevado, es preciso una gran demanda agregada. En los años
de poca demanda se padece un gran desempleo y por tanto, recesiones o
depresiones: la receta keynesiana es que el Gobierno debe intervenir y hacer
que aumente el gasto agregado del sistema económico, por medio de políticas
fiscales y monetarias. Durante una depresión la política fiscal debe ser de déficit presupuestario es decir, que el
Estado gaste más de lo que ingresa en impuestos. Para la inflación la política
consistirá en un excedente presupuestario.
Y en cuanto a la política monetaria, durante una depresión ha de ser de
expansión monetaria y frente a la inflación debe ser contractiva.
Después de superada la crisis de
1929 y terminada la 2ª. Guerra Mundial, gracias a la intervención Estatal keynesiana la economía mundial creció, a un
nivel y a una velocidad sin precedentes en la historia de la humanidad, durante
casi cuarenta años continuados. Y ese crecimiento fue también más extendido,
pues aún los países del tercer mundo, con excepción de algunos Estados
africanos, tenían para 1980 ingresos más altos que en 1945
aún
con el terrible rezago respecto a las potencias centrales. Cuando eso nadie
pensaba en “privatizar, privatizar, rápido y a cualquier costo”; al contrario,
la intervención del Estado se consideraba indispensable para asegurar el
crecimiento económico y el pleno empleo, y a medida que eso se fue logrando, se
fue acentuando la concepción del “Estado
benefactor” el “Estado providencia”
que se preocupaba de la justa distribución de la riqueza y de asegurar el
bienestar de los ciudadanos “de la cuna
a la tumba”.
Pero la crisis del modelo económico occidental
comienza con los dos grandes saltos del precio del petróleo en los años ’70, el
acentuado predominio del capital financiero a escala mundial, la otra vez muy
elevada concentración de la riqueza, la gran revolución científico-tecnológica que ha modificado radicalmente la
producción, el modo de realizarla y su cantidad y calidad, cambiando incluso
las relaciones de producción que a la vez conlleva una auténtica revolución
cultural que algunos pensadores consideran como una “mutación civilatoria”, y que ha generado modalidades mas complejas
de competencia así como acentuado la tendencia declinante de los EE.UU. que ha
dejado de ser la “locomotora” económica del mundo.
A esto hay que añadir que la
participación del gasto público en el Producto Bruto Nacional en los países del
Primer Mundo había llegado a un porcentaje del 45% al 50%
del PBI, y esto originó un aumento continuo de los impuestos y otros gastos y
contribuciones sociales para financiar el gasto público. Cuando hay prosperidad
y crecimiento continuado de los ingresos nacionales no existe problema en
soportar aquellos aumentos de impuestos y contribuciones, pero cuando por las
causas arriba apuntadas el crecimiento se desaceleró empezó a notarse que el
excesivo proteccionismo había debilitado el espíritu de empresa, la incitación
al riesgo y la contracción al trabajo, el ahorro y la inversión. Surge entonces
el auge del Neoliberalismo con su
cuestionamiento al “Estado de
Bienestar”, su idealización del imperio del mercado –“hay que aceptar la necesaria crueldad del mercado” dice el chileno
Fernando Villegas en un largo
artículo enjundioso publicado en el ya desaparecido Diario “Hoy” del 14 de
Febrero de 1994– la desregulación al máximo de la economía y el
desmantelamiento de las conquistas obreras y campesinas, poniendo el acento en
la competencia salvaje y la desigualdad: ¿”juntar
la eficacia del mercado con la solidaridad, la compasión, la igualdad, etc.?” –continúa
el artículo citado– “ése es el peligro,
el peligro del miedo a la competencia y a su crueldad creadora, el deseo de
satisfacer el resentimiento y/o la necesidad de los perdedores, siempre más
numerosos, y, por cierto, con derecho a voto”. Vaya consideración que el
pueblo merece por parte de los Señores Ideólogos Neoliberales.
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