Permítasenos recordar al respecto
las “Lecciones de la Historia”: Una y otra
vez, ante concentraciones enormes de riqueza en manos de unos pocos, las masas
empobrecidas se han visto empujadas a la rebelión, para derribar de sus lujosos
pedestales de poder y de prestigio a los opulentos. La riqueza y la codicia
de los Borbones de Francia y de sus cortesanos fueron las causas de la Revolución Francesa. La aristocracia
rusa y el régimen Zarista fueron derribados por la Revolución Bolchevique. El Sha
de Irán fue depuesto en medio de
un sangriento alzamiento. La historia nos enseña, sin lugar a dudas, que las
grandes disparidades de la riqueza conducen, andando el tiempo, a grandes
disturbios. No escribimos esto como profecía, sino como aviso, dentro
del espíritu de un Thomas Jefferson cuando
advertía a la opinión pública francesa, precisamente cuatro años antes de la Revolución, “que la
extrema concentración de la riqueza en aquella sociedad acarrearía las más
graves consecuencias”.
Llegados a este punto, se puede
formular una objeción legítima: si el exceso de concentración de la riqueza
tiene consecuencias tan horrendas para la economía y para la sociedad, ¿cómo es
posible que tales peligros hayan sido casi universalmente desconocidos? La
sencilla respuesta es que vivimos en una época que propiamente puede
calificarse de la “era de los logreros”. Llamamos logrero al que sólo
piensa en el dinero, al que desea el dinero por amor al mismo y olvida que hay
en la vida otras cosas más dignas de ser disfrutadas y más nobles. Cuando hablamos
de logreros aludimos a la mentalidad adquisitiva, no a la situación
patrimonial de una persona. El logrero será generalmente una persona rica, pero
no todo rico es necesariamente un logrero; todo depende del empleo que se
proponga dar a su riqueza.
Durante las eras adquisitivas la riqueza es la fuente principal de Poder
político y de prestigio social. Los ricos dominan entonces el Gobierno, la Religión, las costumbres
y la mayor parte de las instituciones sociales. Alquilan a los intelectuales
para que elaboren teorías que justifiquen la supremacía social de los logreros.
Entonces, la ideología económica corriente dice que, si bien es cierto que la
disparidad de las fortunas puede ser algo injusta, al menos es conveniente para
la prosperidad económica. Como dijo John
F. Kennedy en aquellos dorados años ’60 para los EE.UU.: “cuando la marea
sube, todas las barcas flotan”. ¿Acaso no están mejor las riquezas en manos de
hábiles y osados empresarios, capaces de generar inversiones y de crear puestos
de trabajo? Como veremos, uno de los puntos centrales de estas ideas es la “Teoría del goteo” o de la “Capilaridad descendente”. La “Teoría
de la Capilaridad
descendente” dice, sencillamente, que no se debe poner trabas a los hombres de
negocios en su afán de acumular riquezas, porque la prosperidad se irá
difundiendo luego gradualmente, a partir de los ricos, para beneficiar a las
demás capas de la sociedad. Tal teoría sostiene que, cuanto más ricos sean los
ricos, más invertirán y más y más oportunidades de trabajo se crearán en
consecuencia. Por tanto, la codicia es buena para la sociedad y el bienestar
económico de la Nación. Esta es la teoría que inspiró la “Economía de la Oferta” de Ronald Reagan en los años ’80 llamada
también “Reaganomics” (Reaganomanía).
A esta idea se la denomina también “Teoría
del Goteo” y a los partidarios de la misma los “cuentagotas”.
Siempre que se presenta alguna
dificultad económica, bien sea que se dispare la inflación, que aumente el
desempleo, que haya déficit comercial o cualquier otra calamidad, la “Teoría
del Goteo” le hecha la culpa al Gobierno. Algunos “cuentagotas” denuncian al
Gobierno por intervenir demasiado, otros por no intervenir lo suficiente. En
cualquier caso lo evidente es que el Gobierno casi siempre tiene la culpa de
todo; el sector privado, movido por la codicia, nunca tiene la culpa de nada.
La Macroeconomía, que es el estudio del comportamiento
económico de una sociedad en su conjunto, se halla hoy por hoy en un estado de
lamentable confusión. Al último recuento y excluyendo a los Socialistas y otras
doctrinas radicales, observamos ocho escuelas de pensamiento económico y
sus a láteres: la clásica, la neoclásica, la keynesiana, la poskeynesiana, la
neokeynesiana, la monetarista, la de las expectativas racionales y la de la
economía de la oferta. Todas esta escuelas difieren entre sí, algunas
radicalmente, otras en cuestiones de matices, y ofrecen a la política económica
toda una panoplia de recomendaciones. Un estudio más detenido, sin embargo,
revela que todas estas variantes pueden resumirse en dos categorías. Hablando
en líneas generales, sólo hay dos escuelas de pensamiento
económico, a saber, la intervencionista y la no
intervencionista, ya que estas dos ideas genéricas abarcan todo el
horizonte de las filosofías macroeconómicas.
Según la Escuela
Intervencionista, la autoridad económica debe
realizar periódicos reajustes de la economía, por medio de sus políticas
monetarias y fiscales. El sector privado es inestable de por sí, pero las
autoridades pueden ayudar a estabilizarlo mediante la intervención en sus
instituciones financieras, tales como los mercados monetarios y de valores.
Ésas son las armas intervencionistas de esa escuela, en la que se engloban los
keynesianos, poskeynesianos y neokeynesianos. Son partidarios de un sector
público fuerte, como baluarte contra las flaquezas de la economía. La Tendencia No
Intervencionista, en la que subsuman todas las demás escuelas, detesta
la idea de los ajustes practicados por las autoridades sobre la economía, y
ello por razones lógicas e ideológicas. Opinan que la autoridad económica no
debe intervenir para nada, si no es para observar unas normas rígidas en cuanto
al crecimiento monetario y al equilibrio del presupuesto. Que el sector privado
es eficiente y estable de por sí, pero la intervención administrativa lo
desestabiliza y le resta eficiencia. Las ayudas del poder público pueden
ofrecer paliativos a corto plazo, pero no una cura definitiva.
Aunque estas dos escuelas del
pensamiento económico –según nuestra definición amplia– propugnan a veces
recetas radicalmente diferentes, la filosofía en que se fundan ambas viene a
ser la misma. Las dos admiten la “teoría del goteo”: la escuela
no intervencionista es la teoría “mostrenca” del goteo, mientras que
los intervencionistas
se adhieren a la teoría “tácita”. Como ya dijimos, la doctrina del
“goteo” o “capilaridad descendente” busca su justificación
moral en la afirmación de que los potentados reinvierten continuamente su
dinero y crean puestos de trabajo. Nada más lejos de la verdad, sin embargo.
Los muy ricos son principalmente especuladores, no inversores. Y ¿es verdad que
las grandes compañías crean muchos puestos de trabajo? Se trata de otro mito
que ha prevalecido a través de los años, y que ha sido refutado por David Birch en su libro Job
creation in America (Free Press, Nueva York, 1987). Su conclusión es que
casi todos los puestos de trabajo nuevos se han creado en empresas de menos de
veinte empleados: los pequeños empresarios, procedentes de las clases medias,
son los verdaderos inversores y los que hacen verdadera demostración de
iniciativa. Los muy ricos se limitan a especular sobre negocios ya existentes,
o intentan apoderarse de los pequeños, no crean puestos de trabajo, sino que
los eliminan a través de las fusiones. Además el estudio de Birch confirma que
las pequeñas y medianas empresas (PYMES) ofrecen más seguridad en el empleo que las grandes
compañías. Por desgracia, en una sociedad adquisitiva como la que tenemos no
hay lugar para las herejías económicas y otra de las lecciones de la historia es que el establishment es siempre el último en aceptar las ideas nuevas,
como las que expondremos a continuación en una próxima entrega a titularse: PROUT: LA SOLUCIÓN DEL SUBDESARROLLO.-
No hay comentarios:
Publicar un comentario