viernes, 9 de mayo de 2014

IDEOLOGÍA DEL PARTIDO LIBERAL

                IDEOLOGÍA DEL PARTIDO LIBERAL

                No es fácil analizar los rasgos  dominantes de  la ideología liberal en el PLRA. Existen varias corrientes que pueden determinarse observando la acción y pronunciamientos de los Dirigentes pero no hay un desarrollo orgánico ideológico en el Partido porque no han surgido ideólogos que se ocupen de ello y por tanto para la mayoría de los Jefes del Partido (y ni qué decir las masas) el tratamiento y estudio del problema ideológico no es más que un espejismo que va retrocediendo continuamente en el gran desierto de la ignorancia. Así que nos vemos obligados a estudiar los caracteres ideológicos del PLRA –que ha intentado, desde 1977, conjugar la democracia libertaria de los Cívicos con la línea más dura aunque más preocupada por los problemas sociales de los Radicales– dentro del marco de las grandes corrientes históricas del Liberalismo en el mundo.
                Y es fácil darse cuenta que en el PLRA coexisten predominantemente dos tendencias ideológicas: basta con estudiar su historia y la ideología liberal basada en el Racionalismo del siglo XVIII y la equivocada Teoría económica de Adam Smith (demostrada por John Nash, premio Nobel de Economía de 1994, en su “Teoría de los Juegos”,  como ya veremos en otra entrega); y también observar la postura de quien ocupó la Presidencia del Senado, Alfredo Jaegli: liberal libertario de extrema derecha a ultranza, para quien el Estado no debe intervenir para nada y todo debe privatizarse, inclusive “el mismo Estado”(sic). Pero es justo reconocer que frente a esa ideología individualista, de libertad absoluta para los agentes económicos, se yergue la postura de dos de los líderes políticos del Partido: Miguel Abdón “Tito” Saguier y Luis Alberto Wagner quienes se adscriben al “Liberalismo Social, Progresista” junto a los Movimientos internos que lideran –Saguier en la “Centro Derecha” y Wagner en la “Centro Izquierda”– y que pasaremos a explicar en qué consiste, para luego volver a examinar detenidamente la Doctrina Liberal Clásica y el Neoliberalismo, los cuales no han sido superados por los principales Dirigentes del PLRA.
               El Liberalismo Social: Este liberalismo cobra pleno sentido en su lucha por las libertades básicas, por el imperio del derecho. Sin embargo, este liberalismo, en algunos de sus más destacados proponentes, no va alrededor de un individualismo posesivo, ni por el rigor de mantener al Estado fuera de las preocupaciones de la igualdad y la justicia.
               Respetando al individuo, fue asociando cada vez más al Estado con lo social. Esta conciencia social fue la que marcó a este liberalismo y así evitó que fuera indiferente ante la desigualdad y, sobre todo, se constituyera en doctrina responsable socialmente y comprometida con la igualdad de oportunidades. Para resolver las crisis procuró evitar la propuesta de libertades irrestrictas que no tuvieran contenido social, que con el Liberalismo Clásico o, peor aún, con el Neoliberalismo, significan cancelación de oportunidades o establecimiento de panoramas poco alentadores.                        
                El Liberalismo social entiende la justicia como una labor permanente que requiere de políticas públicas deliberadas que aseguren más oportunidades a los que menos tienen, pero de manera permanente y no como efímera oferta política, sin sustento económico. Esto presupone estabilidad económica y también libertad para que sean las propias comunidades las que decidan cómo enfrentar sus problemas y retos, con más recursos, con el decidido apoyo del Estado, pero sin burocracias, tutelas o imposiciones; con políticas populares y no populistas y paternalistas. El Liberalismo Social contempla un Estado sano financieramente y comprometido con su tarea de regulador de mercados y promotor de la inversión que garantiza la estabilidad económica y promueve el crecimiento. Un Estado que se coloca a la vanguardia para abatir la pobreza extrema y moderar la desigualdad entre regiones e individuos; que se compromete con la protección de los derechos humanos, que encabeza la lucha para conservar y recuperar los recursos naturales. Pero el Liberalismo Social no es “Liberalismo Estatal”. Al contrario, trata de liberar fuerzas sociales de restricciones estatales. El liberalismo, para ser social, requiere dar libertad a las organizaciones de la sociedad en su interacción con otras organizaciones o grupos y, para no ser estatal, necesita evitar, como sucedió en el pasado, la intromisión creciente del Estado; permite, así, evitar confundir sociedad y Estado en el ámbito político, rechazando la estatización de las relaciones sociales, es decir, la intervención extrema del Estado como única base del desarrollo económico, social y político, y se antepone a la aplicación de crudos criterios neoliberales que dejan a las supuestas fuerzas libres del mercado como reguladoras de la sociedad dejando en lugar secundario los objetivos sociales.
               Esta doctrina del Liberalismo Social tuvo mucho auge en México a principios de la década del ’90, bajo la Presidencia de Carlos Salinas de Gortari, quien intentó desplazar el nacionalismo estatalista y autoritario del PRI (Partido Revolucionario Institucional), pero constituyó un gran fracaso, cayendo en un crudo neoliberalismo que privatizó más de 700 empresas cuya propiedad fue a las manos del círculo de amigos y parientes del presidente, provocando una fuerte reacción popular que lo obligó a exiliarse y le costó, también, la presidencia de la OCDE (Organización para el comercio y el desarrollo económico), causando un lustro después la caída del poder del mismo PRI.
               El problema estribaba en que un Partido prebendarlo, corrupto, sin democracia interna, conservador y reaccionario, no podía aceptar el liberalismo social, que, para él, se identificaba casi con la Socialdemocracia, y eso lo rechazaba con todas sus fuerzas inclinándose cada vez más hacia el Neoliberalismo, según veremos al analizar la ideología liberal clásica y éste último bastión de liberales como Jaegli y la mayoría de los Dirigentes del PLRA.
               Liberalismo clásico: El liberalismo es la doctrina filosófica y política que ha predominado entre mediados del siglo XVIII y mediados del siglo XIX, y “se caracteriza por ser una concepción individualista, es decir, una concepción para la cual el individuo y no los grupos constituyen la verdadera esencia; los valores individuales son superiores a los colectivos y el individuo decide su destino y hace la historia”(1).
               En su aspecto predominantemente filosófico el liberalismo es una posición intelectual que basa exclusivamente en la fuerza de la razón la posibilidad de interpretar los fenómenos, con autonomía de todo principio que se considere absoluto o superior. Es particularmente en este aspecto que ha sido motivo de condenaciones pontificias por desvincular al individuo de toda instancia sobrenatural. Pero puede hablarse también más específicamente de un liberalismo político –sin desconocer en éste aquella influencia filosófica– que centra su punto de vista en las relaciones entre los individuos y el Estado, o de un liberalismo económico, referido a la limitación de los controles de la economía. Estos últimos aspectos son los que más de cerca se vinculan con el liberalismo en cuanto doctrina sobre los fines del Estado.
               En su sentido político el antiguo liberalismo clásico es un movimiento ideológico que si bien no niega al Estado –como el anarquismo– lo reduce a una expresión mínima; “considera que la aplicación de coacción y, por tanto, el Estado, es imprescindible, si bien es un mal necesario, por lo cual su ámbito debe ser reducido al mínimo: defensa de la seguridad exterior, protección de la vida y propiedad de los miembros del Estado en el interior, pero nada de fomentar el bienestar de los ciudadanos y, especialmente, nada de intervención estatal en la vida económica y en la cultura espiritual, pues una y otra no florecen mas que en el libre juego de las fuerzas sociales”(2). El orden estatal debe responder, para el liberalismo, al ideal de la mayor libertad posible de los ciudadanos, y puesto que cierta coacción estatal es inevitable al orden jurídico tendría que ser producida por aquellos mismos para los cuales pretende validez obligatoria, por lo que “el liberalismo exige autolegislación, autoadministración  en una palabra, una forma democrática del Estado”(3). Pero no se entienda esta exigencia, ínsita en el liberalismo, como algo que tiene que darse en una forma radical para que exista un régimen liberal, pues el liberalismo coincide con la democracia en cuanto ella se opone a las otras formas de autoridad, pero disiente con ella en la medida en que ésta “aceptando una igualdad exclusivamente mecánica tiende, queriéndolo o no, al autoritarismo, al estatismo, esto es, en la medida en que es o contiene al socialismo”(4). Por eso reconocemos que “por sobre cualquier otra nota lo que distingue al Estado liberal es el hecho de que en él se encuentra reconocida y garantizada una esfera de libertad a la persona humana”(5).
               En fin, todo esto se desprende del iluminismo liberal que hacía del ser humano una criatura exclusivamente histórica, negando sus valores trascendentes y hacía de la razón el metro de lo real, siendo el poder político un límite a superar, un momento represivo que no tiene realidades propias. Por eso es que el Liberalismo es internacionalista, laicista, antitradicionalista y considera al Estado un mal necesario por lo cual pretende reducirlo a su expresión mínima, pues se caracteriza por una concepción para la cual el individuo y no los grupos constituyen la verdadera esencia, porque los valores individuales son superiores a los colectivos.

        El Orden Mundial Liberal en la actualidad:   Aquí  vamos  a examinar las modalidades históricas que adopta el Liberalismo en sus tres grandes momentos intelectuales: los de la Ilustración, el Positivismo y el Pragmatismo. Ello llevó al liberalismo racionalista por un lado, con su carga revolucionaria, humanista secular, utópica, y por el otro al liberalismo naturalista, dotado de mayor dinamismo empírico, directamente conectado con la esfera económica de los intereses particulares, plurales, y por eso menos encadenado a las abstracciones intelectualistas y emancipatorias, y es la modalidad ideológica dominante del “orden mundial liberal” de los días posteriores a 1989. Pero reducir el Liberalismo Naturalista al librecambismo soslaya que allí reside un designio alternativo, retóricamente combinable pero filosóficamente antinómico del Liberalismo Racionalista, dotado de una lógica, una antropología, una psicología, una ética y sobre todo, una orientación política coincidente sólo tangencial e instrumentalmente con aquél. El Liberalismo que modernamente se lanza en dos grandes trayectorias, la productivista e intercambiaria y la nacionalista y estatista, reorganiza los imperativos operativos del capitalismo y está muy lejos de la mitología del ajuste de cuentas del “individuo” frente al “Estado”, porque el Liberalismo de nuestro tiempo expresa los acomodos productivos, defensivos y hegemónicos de los enormes complejos nacionales y transnacionales que tejen en todas las escalas intermedias sus propias estructuras de poder.
               Que hoy se hable de la hegemonía global del liberalismo como “gran vencedor histórico” no traduce otra cosa que la instalación de los modelos duros de la hegemonía capitalista al resultar disonantes e incosteables las expectativas sociales históricas alentadas por el Liberalismo Racionalista antes y después de la Segunda Guerra Mundial y, en cambio, traducen fuerzas privadas transnacionales distantes ya de los contextos iluministas y positivistas de los siglos XVIII y XIX. Hay que entender bien el significado mundial y real del Liberalismo contemporáneo; se debe esclarecer en América Latina y otras porciones del planeta, porqué la realización de los principios liberales jus-naturalistas consagrados en sus constituciones y las de los organismos mundiales, apareja condiciones agravadas de miseria e inseguridad. Desde esa perspectiva, la plasticidad y fluidez ideológicas del Liberalismo Jus-Naturalista han desmantelado en los ’70 y los ’80 los elementos cohesivos y unitarios a cuyo nacionalismo y estatismo se prestó “perversamente” (según el jus-naturalismo) el Liberalismo Racionalista.
               A lo largo de 1989, annus mirabilis, se pregonaba un “nuevo consenso global” y la sustitución universal de la praxis revolucionaria marxista por la pragma mercantilista y empresarial y, puesto que el comunismo desaparecía ¿qué caso tenía ya el anticomunismo? Con todo, apenas en la primavera de 1993, el viejo Establishment anticomunista anuncia con el Neo-Conservador Irving Kristol –quien reivindicaba el Conservadurismo Ideológico de los siglos XVII y XVIII abandonado a finales del siglo XIX por los Partidos Conservadores actuales– el comienzo de la verdadera Guerra Fría, una para la cual estamos mucho menos preparados… y somos mucho más vulnerables ante nuestro enemigo de lo que fuimos en nuestra guerra victoriosa contra la amenaza comunista global(6). Para mí no hay después de la Guerra Fría. Lejos de haber terminado, mi guerra fría ha crecido en intensidad en la medida en que sector tras sector de la vida americana ha sido despiadadamente corrompido por el ethos Liberal. No puede ganar pero puede volvernos perdedores  a todos. Hemos alcanzado, lo creo, un punto crítico de viraje en la historia de la democracia Americana(7).
               ¿A qué viraje aludía Kristol y a qué Liberalismo le declaraba la guerra? Cuando Kristol hablaba de virajes, aludía al desgajamiento de las dos dimensiones del Liberalismo anteriormente conciliables al interior del Estado-Nación y ahora contrapuestas por el proceso globalizador. Las antinomias entre la propiedad y la igualdad, entre la libertad y la democracia, se despejan descarnadamente cuando de acuerdo a una lógica que corre de Robert Malthus a Milton Friedman el Neoliberalismo y su  postmodernismo acentúan las “descontrucciones” estatales y nacionales y la contención de expectativas económicas y democráticas a través de la instancia “superior y neutral” del Mercado, y los grandes complejos de poder privado, corporativos y transnacionales, desbancan la vieja esfera pública del Estado pautado según la idea del bien común. Donde la toma clave de decisiones y las élites y tecnocracias mismas se transnacionalizan, el liberalismo educador, planificador y emancipador parece perder su razón de ser; porque la pragmática y la dogmática globalistas deben desactivar la “subversión inmanente” que representa un sistema nacionalmente articulado de consenso procedente de las conquistas éticas e históricas de la humanidad.
               Pero si la convocatoria de Kristol configuraba un llamado a la polarización que exhibe las paradojas radicales del Liberalismo, la estrategia Neo-Conservadora no se embarcó en semejante aventura cuando podía divulgar la armonía subordinada del liberalismo humanista al liberalismo naturalista. Rebuscada y postiza –y por ello no del todo confiable para Kristol– la síntesis intelectualista y teológica de Francis Fukuyama (protegé y discípulo indirecto), profesará absorber, depurar y jerarquizar lo mejor y lo más servicial de la tradición liberal occidental sin meterse en las confrontaciones que Kristol aguijoneaba. Pero ni el determinismo consumista ni el sobrepuesto hegelianismo ni el culturalismo realista atajan las tendencias egoístas, atomizadoras y centrífugas del capitalismo que triunfa, ni impiden la presencia del “otro liberalismo”, el que, asociado a la Ilustración y la Revolución Francesa pretende trascender los confinamientos del orden hegemónico material a través de los andamiajes normativos de la razón, la soberanía popular o los derechos humanos y colectivos. Así, mientras que el Liberalismo Naturalista se vierte en un ideal administrador (managerial) de las cosas y las personas y en la pragma maximizadora de ventajas, el Liberalismo Racionalista postula el viraje utópico y una praxis emancipadora que involucra el reencuentro del hombre consigo mismo y con los demás.
               Aunque Kristol exaltó la propia “herencia revolucionaria” norteamericana, no se limitó a franquear la desventaja estadounidense “en la guerra de las ideologías que abismaron al siglo XX: el paradigma de la “libertad ordenada” bajo el cual serán internacionalmente viables “tanto la prosperidad económica como la participación política”. Planteó simple y sencillamente la recomposición del orden histórico y la sustitución de los viejos paradigmas revolucionarios(8). “El pensamiento político revolucionario de los siglos XIX y XX –decía por su parte Hannah Arendt– ha procedido como si nunca hubiera ocurrido una revolución en el Nuevo Mundo y como si nunca hubieran habido ni nociones ni experiencias Americanas en el reino de la política y el gobierno dignas de ser pensadas” y hay que “recordar que una revolución hizo nacer a los Estados Unidos y que la república no llegó a existir por una ‘necesidad histórica’ ni por un desarrollo orgánico sino mediante un acto deliberado: el de la fundación de la libertad”(9).
               Así se justifica “el fin de la historia” que Francis Fukuyama predicó porque los EE.UU. han triunfado en toda la línea y con él la Democracia Liberal a la cual ya no hay alternativa. Entonces, hay que “salvar al hombre económico del “despotismo racionalista” separando a la Revolución Francesa de la Revolución Norteamericana nacida ésta para quebrar el espinazo del monolitismo político europeo.
               Así pues, no es sorprendente que Friedrich Hayek (1899-1992), quien académica y legendariamente en su libro The Road to Serfdom entabla en 1944 las hostilidades contra el estatismo agudizado por la Segunda Guerra Mundial, engranase sin disonancias en la Universidad de Chicago porque allí le esperaba el cenáculo intelectual y financiero de los Rockefeller y los creyentes y practicantes dispuestos a desmantelar la metafísica política dominante y sus protectorados sociales, humanistas y democráticos. Tampoco desentona que, aparentemente a contrapelo del individualismo y el fragmentarismo metodológicos de Hayek y Karl Popper, los apóstoles Milton y Rose Fiedman expliquen a posteriori, en 1988, el advenimiento del Neoliberalismo en los términos de una filosofía idealista, personalista y triunfalista de la historia. Dentro de esas coordenadas, la primera “gran ola” de la Modernidad es la del ascenso del laissez faire de Adam Smith que, con una leve referencia a la fisiocracia francesa, despega del siglo XVIII Escocés como la contracorriente del Mercantilismo y que, precedida por David Hume, labra en La Riqueza de las Naciones la “piedra angular de la economía científica moderna” que sabemos que está errada como lo demostró John Nash (como ya veremos en la próxima entrega). Pero la clarividencia de derecha con Friedrich Hayek, Ludwig von Mises, Ayn Rand o los propios Friedmans triunfa poco a poco en la contienda de los best-sellers. 
               Si Camino de Servidumbre de Hayek abre en 1944 “la primera brecha efectiva en la visión intelectual dominante”, hay que notar que el friedmaniano Capitalismo y Libertad (1962) no merece una sola reseña en “ningún periódico popular norteamericano” hasta que, en 1980,  la influencia de la Universidad de Chicago y un Premio Nobel hacen de “Libertad de Elegir” de los Friedman, el best-selling nonfiction book del año, y demuestra las batallas ganadas por la perseverancia mercadotecnista. Nítidamente metropolitana, nutrida, como hemos visto, en el empirismo y moralismo escoceses, el liberalismo austríaco, la influencia y la amistad de Karl Popper, el liberalismo y el monetarismo, solamente a los Friedman les cabe sustraer la experiencia de Hayek al tiempo, el espacio y la política.
               Entonces, financiera, corporativa y militarmente definida, la “libertad liberal” iusnaturalista, que cobra forma en la policy choice o la decision-making de “los que saben”, tendrá “una mínima conexión instrumental con el progreso histórico, los derechos humanos, el nacionalismo ilustrado y la emancipación de la superstición”(10). “Ni siquiera la filosofía de la historia con la que Henry Kissinger pretende corregir la racionalidad seca del administrativo realista ofrece otra cosa que un gerencialismo teutónico y monumental”. La alta política, resume Kissinger, “se alimenta de la creación continua, de la constante reformulación de los objetivos; la buena administración prospera en la rutina, en la definición de relaciones que puedan mantenerse en la mediocridad”(11). Muy joven, en su Tesis Harvardiana de Licenciatura, Henry Kissinger rechazaba por igual el racionalismo de Kant y el empirismo de Popper y les oponía el voluntarismo de los que, como Spengler y Toynbee, hallan en la historia una condición metafísica y trágica superior(12). Y Daniel Bell advertía desde 1967, que “rápida y esquemáticamente bosquejada, la sociedad del año 2000 será más frágil y más vulnerable a las hostilidades y la polarización a lo largo de numerosas líneas diferentes”(13).
               Por todo esto algunos Dirigentes Liberales del PLRA, con Miguel Abdón Saguier (en la Centro-Derecha) y Luis Alberto Wagner (en la Centro-Izquierda) a la cabeza, han adoptado para su base ideológica el Liberalismo Social, entroncado con el Liberalismo Racionalista, heredero de la Revolución de Independencia Norteamericana de 1776 y de los Jacobinos igualitaristas de la Revolución Francesa de 1789, superando el Neoliberalismo y el Liberalismo clásico, basados éstos en el Jusnaturalismo,  heredero a su vez de las concepciones libertarias de los primitivos Whigs de la “Gloriosa Revolución” Inglesa de 1688-89 y de la reacción Termidoriana de 1794. Y no podía ser de otra manera, porque el Neoliberalismo –que es la ideología dominante en el PLRA– propone que la responsabilidad por los problemas sociales se transfiera del Estado y la Sociedad a cada individuo dejándole librado a su suerte. En esta concepción ideológica fundamenta su legitimidad esa sociedad de los excluidos, de lo descartable, de los residuos, tan exactamente descripta por Viviane Forrester en “El horror económico”. Los imaginativos argentinos idearon una frase estereotipo para describir a los marginados durante el régimen neoliberal de Menem-Cavallo: “Cayó del Sistema”.



                                             APENDICE.

               Origen del primer Partido Liberal moderno.

             Ya desde la “Gloriosa Revolución” Inglesa de 1688-89, surgió con fuerza el implacable juego de los Partidos Políticos, y la división entre los Torys (Conservadores) y los Whigs (Liberales) se agudizó desde el principio, cuando en 1675 fue fundado en Londres “The Green Ribbon Club” (El Club de la Cinta Verde) que se convirtió en el núcleo de los que ya se autodenominaban “El Partido del País” y representaban los intereses de la ascendente clase media de comerciantes, importadores, exportadores, profesionales e industriales que cuestionaban el modelo paternalista cristiano-medieval favorable a los Gremios de artesanos y trabajadores y las trabas a la libre actividad económica del Mercantilismo sostenido por la Corona, exigiendo también más Poder para el Parlamento con disminución de las Prerrogativas Reales, siendo su Líder Anthony Ashley Cooper, Primer Conde de Shaftesbury y uno de los primeros ideólogos del Liberalismo junto con su protegido John Locke (“Tratado sobre Gobierno Civil”: Primer y Segundo). Frente a ellos se erguía el Partido de la Corte, autodenominado también “El Partido Honrado” que defendía la supremacía del Poder Real y representaba a los Caballeros terratenientes y los pequeños hidalgos rurales así como a los artesanos y obreros beneficiados por los privilegios que sus Gremios habían obtenido de las Monarquías; sus principales ideólogos primigenios fueron Henry St. John, Vizconde Bolingbroke (“Carta sobre el Estudio de la Historia e Idea de un Rey Patriota”) y Edmund Burke (“Reflexiones sobre la Revolución Francesa). Para 1680, sin embargo, ambos Partidos ya eran conocidos como Whig (abreviación de una palabra escocesa Whigamore que significaba “bandolero”) y Tory (palabra irlandesa que significaba “ladrón”) que con buen humor las adoptaron y luego se expandió al resto del mundo como Liberales y Conservadores.
                  Según un eminente catedrático de Ciencia Política de la Universidad de Cambridge: “…El Partido Tory enseñó que los fundamentos de la sociedad eran algo más que la conveniencia y el contrato (afirmación Whig), que la sociedad era un organismo moral, unido por una tradición y por sentimientos de lealtad que no podían ser violados o ignorados impunemente. En la reacción Whig se vieron disminuidos tanto los indispensables poderes de gobierno como los instintos sociales de los hombres; los derechos fueron puestos por delante de las obligaciones, la conveniencia por encima de la lealtad, y el individuo en un escalón más elevado que la comunidad. El Conservadurismo filosófico de Bolingbroke y Burke era necesario para devolver su dignidad a la Constitución, reviviendo los elementos místicos y tradicionales de la sociedad… El reemplazo de la teoría orgánica de la política (Tory) por el concepto contractual (Whig) debilitó el sentido de obligación política desde mediados del siglo XVII hasta mediados del siglo XIX” (I. Deane Jones: La Revolución Inglesa; pág. 431; Ediciones Siglo XX, Buenos Aires, 1968).

                                       N O T A S.
                              
    (1) M. García Pelayo: “Derecho Constitucional Comparado”; Madrid, 1950.- 
    (2) Hans Kelsen: “Teoría general del Estado”; Madrid, 1934.-    
   (3) Ibídem.     
   (4) Benedetto Croce: “Ética y Política”; Bs. Aires, 1952.-    
   (5) F. Ayala: “El problema del Liberalismo”; México, 1941.-  
                         “Introducción a las Ciencias Sociales”; Madrid,
                          1952.-  
                        “Tratado de Sociología”; Bs. Aires, 1947.-      
     (6) Irving Kristol: “My Cold War”; p. 144; The National
                          Interest, Nº 31; Primavera de    1993.-    
     (7) Ibídem.     
     (8) Ibid. “The American Revolution as a Successful
                     Revolution”; pp.3 y ss.;  
                    Doubleday; Garden City, Nueva York, 1976.-      
(9) Hannah Arendt: “On Revolution”; pp. 215 a 220; Penguin
               Books Harmondsworth; Middlesex, 1987.-
(10) José Luis Orozco: “Sobre el Orden Liberal del Mundo”; p. 212; loco citato et passim; Centro Coordinador y Difusor de Estudios Latinoamericanos - UNAM; México D.F., 1995.-               
 (11) Henry Kissinger: “Un Mundo Restaurado”; pp. 350 a 354; Fondo de Cultura Económica; México D.F., 1973.-                                                           
 (12) Ibídem : “El significado de la Historia (Reflexiones sobre Spengler, Toynbee y Kant)”; tesis, Universidad de Harvard; Cambridge; pp. 5 y ss. y 283 y ss., 1950.-
  (13) Daniel Bell: “The Year 2.000. The Trajectory of an
          idea”; en “Toward the Year 2,000. Work in Progress; pp.
         7 y 8;  Beacon  Press, Boston, 1969.-


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