IDEOLOGÍA DEL PARTIDO LIBERAL
No es fácil analizar los rasgos dominantes de
la ideología liberal en el PLRA. Existen varias corrientes que pueden
determinarse observando la acción y pronunciamientos de los Dirigentes pero no
hay un desarrollo orgánico ideológico en el Partido porque no han surgido
ideólogos que se ocupen de ello y por tanto para la mayoría de los Jefes del
Partido (y ni qué decir las masas) el tratamiento y estudio del problema
ideológico no es más que un espejismo que va retrocediendo continuamente en el
gran desierto de la ignorancia. Así que nos vemos obligados a estudiar los
caracteres ideológicos del PLRA –que ha intentado, desde 1977, conjugar la
democracia libertaria de los Cívicos con la línea más dura aunque más
preocupada por los problemas sociales de los Radicales– dentro del marco de las
grandes corrientes históricas del Liberalismo en el mundo.
Y es fácil darse cuenta que en
el PLRA coexisten predominantemente dos tendencias ideológicas: basta con
estudiar su historia y la ideología liberal basada en el Racionalismo del siglo
XVIII y la equivocada Teoría económica de Adam Smith (demostrada por John Nash, premio Nobel de Economía de
1994, en su “Teoría de los Juegos”, como ya veremos en otra entrega); y
también observar la postura de quien ocupó la Presidencia del Senado, Alfredo
Jaegli: liberal libertario de
extrema derecha a ultranza, para quien el Estado no debe intervenir para nada y
todo debe privatizarse, inclusive “el mismo Estado”(sic). Pero es justo
reconocer que frente a esa ideología individualista, de libertad absoluta para
los agentes económicos, se yergue la postura de dos de los líderes políticos
del Partido: Miguel Abdón “Tito” Saguier y Luis
Alberto Wagner quienes se adscriben
al “Liberalismo Social, Progresista” junto a los Movimientos internos que
lideran –Saguier en la “Centro
Derecha” y Wagner en la “Centro
Izquierda”– y que pasaremos a explicar en qué consiste, para luego volver a
examinar detenidamente la Doctrina Liberal Clásica y el Neoliberalismo, los
cuales no han sido superados por los principales Dirigentes del PLRA.
El Liberalismo Social: Este liberalismo cobra pleno sentido en su
lucha por las libertades básicas, por el imperio del derecho. Sin embargo, este
liberalismo, en algunos de sus más destacados proponentes, no va alrededor de
un individualismo posesivo, ni por el rigor de mantener al Estado fuera de las
preocupaciones de la igualdad y la justicia.
Respetando al individuo, fue
asociando cada vez más al Estado con lo social. Esta conciencia social fue la
que marcó a este liberalismo y así evitó que fuera indiferente ante la
desigualdad y, sobre todo, se constituyera en doctrina responsable socialmente
y comprometida con la igualdad de oportunidades. Para resolver las crisis
procuró evitar la propuesta de libertades irrestrictas que no tuvieran
contenido social, que con el Liberalismo Clásico o, peor aún, con el Neoliberalismo,
significan cancelación de oportunidades o establecimiento de panoramas poco
alentadores.
El Liberalismo social entiende la justicia como una labor permanente
que requiere de políticas públicas deliberadas que aseguren más oportunidades a
los que menos tienen, pero de manera permanente y no como efímera oferta
política, sin sustento económico. Esto presupone estabilidad económica y
también libertad para que sean las propias comunidades las que decidan cómo
enfrentar sus problemas y retos, con más recursos, con el decidido apoyo del
Estado, pero sin burocracias, tutelas o imposiciones; con políticas populares y
no populistas y paternalistas. El Liberalismo Social contempla un Estado sano
financieramente y comprometido con su tarea de regulador de mercados y promotor
de la inversión que garantiza la estabilidad económica y promueve el
crecimiento. Un Estado que se coloca a la vanguardia para abatir la pobreza
extrema y moderar la desigualdad entre regiones e individuos; que se compromete
con la protección de los derechos humanos, que encabeza la lucha para conservar
y recuperar los recursos naturales. Pero el Liberalismo Social no es “Liberalismo Estatal”. Al contrario, trata
de liberar fuerzas sociales de restricciones estatales. El liberalismo, para
ser social, requiere dar libertad a las organizaciones
de la sociedad en su interacción con otras organizaciones o grupos y, para no
ser estatal, necesita evitar, como sucedió en el pasado, la intromisión
creciente del Estado; permite, así, evitar confundir sociedad y Estado en el
ámbito político, rechazando la estatización de las relaciones sociales, es
decir, la intervención extrema del Estado como única base del desarrollo
económico, social y político, y se antepone a la aplicación de crudos criterios
neoliberales que dejan a las supuestas fuerzas libres del mercado como
reguladoras de la sociedad dejando en lugar secundario los objetivos sociales.
Esta doctrina del Liberalismo
Social tuvo mucho auge en México a principios de la década del ’90, bajo la
Presidencia de Carlos Salinas de Gortari, quien intentó desplazar el
nacionalismo estatalista y autoritario del PRI (Partido Revolucionario
Institucional), pero constituyó un gran fracaso, cayendo en un crudo
neoliberalismo que privatizó más de 700 empresas cuya propiedad fue a las manos
del círculo de amigos y parientes del presidente, provocando una fuerte
reacción popular que lo obligó a exiliarse y le costó, también, la presidencia
de la OCDE (Organización para el comercio y el desarrollo económico), causando
un lustro después la caída del poder del mismo PRI.
El problema estribaba en que un
Partido prebendarlo, corrupto, sin democracia interna, conservador y
reaccionario, no podía aceptar el liberalismo social, que, para él, se
identificaba casi con la Socialdemocracia, y eso lo rechazaba con todas sus
fuerzas inclinándose cada vez más hacia el Neoliberalismo, según veremos al
analizar la ideología liberal clásica y éste último bastión de liberales como
Jaegli y la mayoría de los Dirigentes del PLRA.
Liberalismo clásico: El liberalismo es la doctrina filosófica y
política que ha predominado entre mediados del siglo XVIII y mediados del siglo
XIX, y “se caracteriza por ser una concepción individualista, es decir, una
concepción para la cual el individuo y no los grupos constituyen la verdadera
esencia; los valores individuales son superiores a los colectivos y el
individuo decide su destino y hace la historia”(1).
En su aspecto predominantemente filosófico
el liberalismo es una posición intelectual que basa exclusivamente en la fuerza
de la razón la posibilidad de interpretar los fenómenos, con autonomía de todo
principio que se considere absoluto o superior. Es particularmente en este
aspecto que ha sido motivo de condenaciones pontificias por desvincular al
individuo de toda instancia sobrenatural. Pero puede hablarse también más
específicamente de un liberalismo político –sin desconocer en éste aquella
influencia filosófica– que centra su punto de vista en las relaciones entre los
individuos y el Estado, o de un liberalismo económico, referido a la limitación
de los controles de la economía. Estos últimos aspectos son los que más de
cerca se vinculan con el liberalismo en cuanto doctrina sobre los fines del
Estado.
En su sentido político el
antiguo liberalismo clásico es un movimiento ideológico que si bien no niega al
Estado –como el anarquismo– lo reduce a una expresión mínima; “considera
que la aplicación de coacción y, por tanto, el Estado, es imprescindible, si
bien es un mal necesario, por lo cual su ámbito debe ser reducido al
mínimo: defensa de la seguridad exterior, protección de la vida y propiedad de
los miembros del Estado en el interior, pero nada de fomentar el bienestar
de los ciudadanos y, especialmente, nada de intervención estatal en la vida
económica y en la cultura espiritual, pues una y otra no florecen mas que en el
libre juego de las fuerzas sociales”(2). El orden estatal debe responder, para
el liberalismo, al ideal de la mayor libertad posible de los ciudadanos, y
puesto que cierta coacción estatal es inevitable al orden jurídico tendría que
ser producida por aquellos mismos para los cuales pretende validez obligatoria,
por lo que “el liberalismo exige autolegislación, autoadministración en una palabra, una forma democrática del
Estado”(3). Pero no se entienda esta exigencia, ínsita en el liberalismo, como
algo que tiene que darse en una forma radical para que exista un régimen liberal,
pues el liberalismo coincide con la democracia en cuanto ella se opone a las
otras formas de autoridad, pero disiente con ella en la medida en que ésta
“aceptando una igualdad exclusivamente mecánica tiende, queriéndolo o no, al
autoritarismo, al estatismo, esto es, en la medida en que es o contiene al
socialismo”(4). Por eso reconocemos que “por sobre cualquier otra nota lo que
distingue al Estado liberal es el hecho de que en él se encuentra reconocida y
garantizada una esfera de libertad a la persona humana”(5).
En fin, todo esto se desprende
del iluminismo liberal que hacía del
ser humano una criatura exclusivamente histórica, negando sus valores
trascendentes y hacía de la razón el metro de lo real, siendo el poder político
un límite a superar, un momento represivo que no tiene realidades propias. Por
eso es que el Liberalismo es
internacionalista, laicista, antitradicionalista y considera al Estado un mal
necesario por lo cual pretende reducirlo a su expresión mínima, pues se
caracteriza por una concepción para la cual el individuo y no los grupos
constituyen la verdadera esencia, porque
los valores individuales son superiores a los colectivos.
El Orden Mundial Liberal en la
actualidad: Aquí
vamos a examinar las modalidades históricas que
adopta el Liberalismo en sus tres grandes momentos intelectuales: los de la
Ilustración, el Positivismo y el Pragmatismo. Ello llevó al liberalismo racionalista por un lado,
con su carga revolucionaria, humanista secular, utópica, y por el otro al liberalismo naturalista, dotado de
mayor dinamismo empírico, directamente conectado con la esfera económica de los
intereses particulares, plurales, y por eso menos encadenado a las
abstracciones intelectualistas y emancipatorias, y es la modalidad ideológica dominante
del “orden mundial liberal” de los días posteriores a 1989. Pero reducir el
Liberalismo Naturalista al librecambismo soslaya que allí reside un designio
alternativo, retóricamente combinable pero filosóficamente antinómico del
Liberalismo Racionalista, dotado de una lógica, una antropología, una
psicología, una ética y sobre todo, una orientación política coincidente sólo
tangencial e instrumentalmente con aquél. El Liberalismo que modernamente se
lanza en dos grandes trayectorias, la productivista e intercambiaria y la
nacionalista y estatista, reorganiza los imperativos operativos del capitalismo
y está muy lejos de la mitología del ajuste de cuentas del “individuo” frente
al “Estado”, porque el Liberalismo de nuestro tiempo expresa los acomodos productivos,
defensivos y hegemónicos de los enormes complejos nacionales y transnacionales
que tejen en todas las escalas intermedias sus propias estructuras de poder.
Que hoy se hable de la hegemonía
global del liberalismo como “gran vencedor histórico” no traduce otra cosa que
la instalación de los modelos duros de la hegemonía capitalista al resultar
disonantes e incosteables las expectativas sociales históricas alentadas por el
Liberalismo Racionalista antes y después de la Segunda Guerra Mundial y, en
cambio, traducen fuerzas privadas transnacionales distantes ya de los contextos
iluministas y positivistas de los siglos XVIII y XIX. Hay que entender bien el
significado mundial y real del Liberalismo contemporáneo; se debe esclarecer en
América Latina y otras porciones del planeta, porqué la realización de los
principios liberales jus-naturalistas consagrados en sus constituciones y las
de los organismos mundiales, apareja condiciones agravadas de miseria e
inseguridad. Desde esa perspectiva, la plasticidad y fluidez ideológicas del Liberalismo Jus-Naturalista han desmantelado en los ’70 y los ’80 los elementos
cohesivos y unitarios a cuyo nacionalismo y estatismo se prestó “perversamente”
(según el jus-naturalismo) el Liberalismo
Racionalista.
A lo largo de 1989, annus mirabilis, se pregonaba un “nuevo
consenso global” y la sustitución universal de la praxis revolucionaria marxista por la pragma mercantilista y empresarial y, puesto que el comunismo
desaparecía ¿qué caso tenía ya el anticomunismo? Con todo, apenas en la
primavera de 1993, el viejo Establishment anticomunista anuncia con el
Neo-Conservador Irving Kristol –quien
reivindicaba el Conservadurismo Ideológico de los siglos XVII y XVIII
abandonado a finales del siglo XIX por los Partidos Conservadores actuales– el
comienzo de la verdadera Guerra Fría, una
para la cual “estamos mucho menos
preparados… y somos mucho más vulnerables ante nuestro enemigo de lo que fuimos
en nuestra guerra victoriosa contra la amenaza comunista global”(6). “Para mí no hay ‘después
de la Guerra Fría’. Lejos de haber
terminado, mi guerra fría ha crecido en intensidad en la medida en que sector
tras sector de la vida americana ha sido despiadadamente corrompido por el ethos
Liberal. No puede ganar pero puede volvernos perdedores a todos. Hemos alcanzado, lo creo, un punto
crítico de viraje en la historia de la democracia Americana”(7).
¿A qué viraje aludía Kristol y a
qué Liberalismo le declaraba la guerra? Cuando Kristol hablaba de virajes,
aludía al desgajamiento de las dos dimensiones del Liberalismo anteriormente
conciliables al interior del Estado-Nación y ahora contrapuestas por el proceso
globalizador. Las antinomias entre la propiedad y la igualdad, entre la
libertad y la democracia, se despejan descarnadamente cuando de acuerdo a una
lógica que corre de Robert Malthus a Milton Friedman el Neoliberalismo y
su postmodernismo acentúan las
“descontrucciones” estatales y nacionales y la contención de expectativas
económicas y democráticas a través de la instancia “superior y neutral” del
Mercado, y los grandes complejos de poder privado, corporativos y
transnacionales, desbancan la vieja esfera pública del Estado pautado según la
idea del bien común. Donde la toma clave de decisiones y las élites y
tecnocracias mismas se transnacionalizan, el liberalismo educador, planificador
y emancipador parece perder su razón de ser; porque la pragmática y la
dogmática globalistas deben desactivar la “subversión inmanente” que representa
un sistema nacionalmente articulado de consenso procedente de las conquistas
éticas e históricas de la humanidad.
Pero si la convocatoria de
Kristol configuraba un llamado a la polarización que exhibe las paradojas
radicales del Liberalismo, la
estrategia Neo-Conservadora no se
embarcó en semejante aventura cuando podía divulgar la armonía subordinada del
liberalismo humanista al liberalismo naturalista. Rebuscada y postiza –y por
ello no del todo confiable para Kristol– la síntesis intelectualista y
teológica de Francis Fukuyama (protegé y discípulo indirecto),
profesará absorber, depurar y jerarquizar lo mejor y lo más servicial de la
tradición liberal occidental sin meterse en las confrontaciones que Kristol
aguijoneaba. Pero ni el determinismo consumista ni el sobrepuesto hegelianismo
ni el culturalismo realista atajan las tendencias egoístas, atomizadoras y
centrífugas del capitalismo que triunfa, ni impiden la presencia del “otro
liberalismo”, el que, asociado a la Ilustración y la Revolución
Francesa pretende trascender los confinamientos del orden hegemónico
material a través de los andamiajes normativos de la razón, la soberanía
popular o los derechos humanos y colectivos. Así, mientras que el Liberalismo Naturalista se vierte en un
ideal administrador (managerial) de
las cosas y las personas y en la pragma
maximizadora de ventajas, el Liberalismo
Racionalista postula el viraje utópico y una praxis emancipadora que involucra el reencuentro del hombre consigo
mismo y con los demás.
Aunque Kristol exaltó la propia
“herencia revolucionaria” norteamericana, no se limitó a franquear la desventaja estadounidense “en la guerra
de las ideologías que abismaron al siglo XX:
el paradigma de la “libertad ordenada” bajo el cual serán internacionalmente
viables “tanto la prosperidad económica como la participación política”.
Planteó simple y sencillamente la recomposición del orden histórico y la
sustitución de los viejos paradigmas revolucionarios(8). “El pensamiento
político revolucionario de los siglos XIX y XX –decía por su parte Hannah
Arendt– ha procedido como si nunca hubiera ocurrido una revolución en el Nuevo
Mundo y como si nunca hubieran habido ni nociones ni experiencias Americanas en
el reino de la política y el gobierno dignas de ser pensadas” y hay que
“recordar que una revolución hizo nacer a los Estados Unidos y que la república
no llegó a existir por una ‘necesidad histórica’ ni por un desarrollo orgánico
sino mediante un acto deliberado: el de la fundación de la libertad”(9).
Así se justifica “el fin de la
historia” que Francis Fukuyama predicó porque los EE.UU. han triunfado en toda
la línea y con él la Democracia Liberal a la cual ya no hay alternativa.
Entonces, hay que “salvar al hombre económico del “despotismo racionalista”
separando a la Revolución Francesa de la Revolución Norteamericana nacida ésta
para quebrar el espinazo del monolitismo político europeo.
Así pues, no es sorprendente que
Friedrich Hayek (1899-1992), quien académica y legendariamente en
su libro The Road to Serfdom entabla
en 1944 las hostilidades contra el estatismo agudizado por la Segunda Guerra
Mundial, engranase sin disonancias en la Universidad
de Chicago porque allí le esperaba el cenáculo intelectual y financiero de
los Rockefeller y los creyentes y
practicantes dispuestos a desmantelar la metafísica política dominante y sus
protectorados sociales, humanistas y democráticos. Tampoco desentona que,
aparentemente a contrapelo del individualismo y el fragmentarismo metodológicos
de Hayek y Karl Popper, los
apóstoles Milton y Rose Fiedman expliquen
a posteriori, en 1988, el
advenimiento del Neoliberalismo en
los términos de una filosofía idealista, personalista y triunfalista de la
historia. Dentro de esas coordenadas, la primera “gran ola” de la Modernidad es
la del ascenso del laissez faire de Adam Smith que, con una leve referencia
a la fisiocracia francesa, despega del siglo XVIII Escocés como la
contracorriente del Mercantilismo y que, precedida por David Hume, labra en La Riqueza de las Naciones la “piedra
angular de la economía científica moderna” que sabemos que está errada como lo
demostró John Nash (como ya veremos
en la próxima entrega). Pero la
clarividencia de derecha con Friedrich Hayek, Ludwig von Mises, Ayn Rand o los
propios Friedmans triunfa poco a poco en la contienda de los best-sellers.
Si Camino de Servidumbre de Hayek abre en 1944 “la primera brecha
efectiva en la visión intelectual dominante”, hay que notar que el friedmaniano
Capitalismo y Libertad (1962) no
merece una sola reseña en “ningún periódico popular norteamericano” hasta que,
en 1980, la influencia de la Universidad
de Chicago y un Premio Nobel hacen de “Libertad
de Elegir” de los Friedman, el best-selling
nonfiction book del año, y demuestra las batallas ganadas por la
perseverancia mercadotecnista. Nítidamente metropolitana, nutrida, como hemos
visto, en el empirismo y moralismo escoceses, el liberalismo austríaco, la
influencia y la amistad de Karl Popper, el liberalismo y el monetarismo,
solamente a los Friedman les cabe sustraer la experiencia de Hayek al tiempo,
el espacio y la política.
Entonces, financiera,
corporativa y militarmente definida, la “libertad liberal” iusnaturalista, que cobra forma en la policy choice o la decision-making
de “los que saben”, tendrá “una mínima conexión instrumental con el
progreso histórico, los derechos humanos, el nacionalismo ilustrado y la
emancipación de la superstición”(10). “Ni siquiera la filosofía de la historia
con la que Henry Kissinger pretende
corregir la racionalidad seca del administrativo realista ofrece otra cosa que
un gerencialismo teutónico y monumental”. La alta política, resume Kissinger,
“se alimenta de la creación continua, de la constante reformulación de los
objetivos; la buena administración prospera en la rutina, en la definición de
relaciones que puedan mantenerse en la mediocridad”(11). Muy joven, en su Tesis
Harvardiana de Licenciatura, Henry Kissinger rechazaba por igual el racionalismo
de Kant y el empirismo de Popper y les oponía el voluntarismo de los que, como
Spengler y Toynbee, hallan en la historia una condición metafísica y trágica
superior(12). Y Daniel Bell advertía
desde 1967, que “rápida y esquemáticamente bosquejada, la sociedad del año 2000
será más frágil y más vulnerable a las hostilidades y la polarización a lo
largo de numerosas líneas diferentes”(13).
Por todo esto algunos Dirigentes
Liberales del PLRA, con Miguel Abdón
Saguier (en la Centro-Derecha) y Luis Alberto Wagner (en la Centro-Izquierda) a la cabeza, han adoptado
para su base ideológica el Liberalismo
Social, entroncado con el Liberalismo
Racionalista, heredero de la Revolución de Independencia Norteamericana de
1776 y de los Jacobinos igualitaristas de la Revolución Francesa de 1789,
superando el Neoliberalismo y el Liberalismo clásico, basados éstos en
el Jusnaturalismo, heredero a su vez de las concepciones
libertarias de los primitivos Whigs
de la “Gloriosa Revolución” Inglesa de 1688-89 y de la reacción Termidoriana de
1794. Y no podía ser de otra manera, porque el Neoliberalismo –que es la ideología
dominante en el PLRA– propone que la responsabilidad por los problemas sociales se
transfiera del Estado y la Sociedad a cada individuo dejándole librado a su
suerte. En esta concepción ideológica fundamenta su legitimidad esa sociedad de
los excluidos, de lo descartable, de los residuos, tan exactamente descripta
por Viviane Forrester en “El horror económico”. Los imaginativos argentinos
idearon una frase estereotipo para describir a los marginados durante el
régimen neoliberal de Menem-Cavallo: “Cayó del Sistema”.
APENDICE.
Origen del primer Partido Liberal moderno.
Ya desde la “Gloriosa Revolución”
Inglesa de 1688-89, surgió con fuerza el implacable juego de los Partidos
Políticos, y la división entre los Torys
(Conservadores) y los Whigs (Liberales) se agudizó desde el principio, cuando en 1675 fue fundado en Londres “The Green Ribbon Club” (El Club de la Cinta Verde ) que se convirtió en el núcleo de los que ya se autodenominaban “El Partido del País” y representaban
los intereses de la ascendente clase media de comerciantes, importadores,
exportadores, profesionales e industriales que cuestionaban el modelo
paternalista cristiano-medieval favorable a los Gremios de artesanos y
trabajadores y las trabas a la libre actividad económica del Mercantilismo sostenido por la Corona, exigiendo también más Poder para el
Parlamento con disminución de las Prerrogativas Reales, siendo su Líder Anthony Ashley Cooper, Primer Conde de Shaftesbury y uno de los primeros ideólogos
del Liberalismo junto con su protegido John
Locke (“Tratado sobre Gobierno Civil”: Primer y Segundo). Frente a ellos se erguía el Partido de la Corte , autodenominado
también “El Partido Honrado” que
defendía la supremacía del Poder Real y representaba a los Caballeros
terratenientes y los pequeños hidalgos rurales así como a los artesanos y
obreros beneficiados por los privilegios que sus Gremios habían obtenido de las
Monarquías; sus principales ideólogos primigenios fueron Henry St. John, Vizconde Bolingbroke (“Carta sobre el Estudio de la Historia e Idea de un Rey
Patriota”) y Edmund Burke (“Reflexiones sobre la Revolución Francesa ”). Para 1680, sin embargo, ambos
Partidos ya eran conocidos como Whig (abreviación
de una palabra escocesa Whigamore
que significaba “bandolero”) y Tory (palabra irlandesa que significaba
“ladrón”) que con buen humor las
adoptaron y luego se expandió al resto del mundo como Liberales y Conservadores.
Según un eminente catedrático de Ciencia
Política de la Universidad de Cambridge: “…El Partido Tory enseñó que los fundamentos
de la sociedad eran algo más que la conveniencia y el contrato (afirmación Whig), que la sociedad era un organismo
moral, unido por una tradición y por sentimientos de lealtad que no podían ser
violados o ignorados impunemente. En la reacción Whig se vieron disminuidos
tanto los indispensables poderes de gobierno como los instintos sociales de los
hombres; los derechos fueron puestos por delante de las obligaciones, la
conveniencia por encima de la lealtad, y el individuo en un escalón más elevado
que la comunidad. El Conservadurismo filosófico de Bolingbroke y Burke era
necesario para devolver su dignidad a la Constitución ,
reviviendo los elementos místicos y tradicionales de la sociedad… El reemplazo
de la teoría orgánica de la política (Tory) por el concepto
contractual (Whig) debilitó el sentido de obligación política desde
mediados del siglo XVII hasta mediados del siglo XIX” (I. Deane Jones: “La Revolución Inglesa”; pág. 431; Ediciones Siglo XX, Buenos
Aires, 1968).
N O T A S.
(1) M. García Pelayo: “Derecho
Constitucional Comparado”; Madrid, 1950.-
(2) Hans Kelsen: “Teoría general del
Estado”; Madrid, 1934.-
(3) Ibídem.
(4) Benedetto Croce: “Ética y Política”; Bs. Aires, 1952.-
(5) F. Ayala: “El problema del Liberalismo”; México, 1941.-
“Introducción a las Ciencias Sociales”;
Madrid,
1952.-
“Tratado de Sociología”; Bs. Aires,
1947.-
(6) Irving Kristol: “My Cold
War”; p. 144; The National
Interest, Nº 31; Primavera
de 1993.-
(7) Ibídem.
(8) Ibid. “The American Revolution as a
Successful
Revolution”; pp.3 y ss.;
Doubleday; Garden City,
Nueva York, 1976.-
(9) Hannah Arendt: “On Revolution”; pp. 215 a 220; Penguin
Books Harmondsworth;
Middlesex, 1987.-
(10) José Luis Orozco: “Sobre el
Orden Liberal del Mundo”; p. 212; loco citato et passim; Centro Coordinador y
Difusor de Estudios Latinoamericanos - UNAM; México D.F., 1995.-
(11) Henry Kissinger: “Un Mundo Restaurado”;
pp. 350 a 354; Fondo de Cultura Económica; México D.F., 1973.-
(12) Ibídem : “El significado de la Historia
(Reflexiones sobre Spengler, Toynbee y Kant)”; tesis, Universidad de Harvard;
Cambridge; pp. 5 y ss. y 283 y ss., 1950.-
(13) Daniel Bell: “The Year 2.000. The Trajectory of an
idea”;
en “Toward the Year 2,000. Work in Progress; pp.
7 y 8; Beacon Press,
Boston, 1969.-
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