RECORDANDO
WATERLOO….
El 18 de Junio
se cumplen 200 años de la histórica batalla de Waterloo, librada en esa fecha de 1815 y que significó el fin de Napoleón Bonaparte, el gran Corso que
pudo conquistar Europa con su genio militar y dejó también un importante legado
político y de organización civil a la humanidad. Por eso queremos recordar esa
gesta que cambió la orientación de Europa y tal vez del mundo, escribiendo con
el estilo poético que dio la historiadora norteamericana Frances Winwar al
relato de la misma, basada en los Cuadernos de Memorias del íntimo amigo y
ayudante de Napoleón, Víctor de Laurestán.
“--Una
vez llegado nuevamente el Poder, para la
“saga de los 100 días”, Napoleón
deseaba ardientemente la paz; pero ya la “Séptima Coalición” declaraba la
guerra. Nunca la consideró tan inoportuna Napoleón, pero con la rapidez que lo
caracterizaba y que le valiera el apodo de “el águila” decretó la leva, y
mediante ella levantó un nuevo Ejército… de criaturas y ancianos… despojando a
las cunas y a las tumbas… gruñó la Oposición.
En Junio comenzó la marcha: se acercaban
los rigores del verano y Napoleón,
con sombría expresión, cabalgaba mirando a sus hombres: 125.000… todo lo que
pudieron darle las mujeres de Francia. Dirigió su ejército hacia el norte, a
Bélgica, donde acampaban las fuerzas inglesas al mando del General Duque de Wellington; sabía que tenía que
derrotar a los Ingleses y luego volverse contra los Prusianos antes de que
pudieran reunirse; y después de batirlos por separado, esperar la llegada de
los Rusos. Era la vieja táctica… y el enemigo la había aprendido. El 16 de
Junio, con el grueso de su ejército, derrotó totalmente a los Prusianos –al
mando del Mariscal Blücher, que se
salvó por poco de caer prisionero– en Ligny, mientras que el Mariscal Michel Ney, llamado por Napoleón “el
valiente entre los valientes”, hacía lo mismo con los Ingleses y Holandeses en Quatre
Bras con una parte de las tropas, lo que le dejaba a las puertas de
Bruselas.
Consumada la victoria en Ligny, el
Emperador dio su funesta orden, al mediocre Mariscal Enmanuel Grouchy, de perseguir a los prusianos en retirada,
llevándose 30.000 hombres, sin perder contacto con ellos, lo que le costaría la
derrota de Waterloo. En tanto, al conocerse que Quatre Bras estaba en poder de los franceses, cundió el
pánico en Bruselas, donde tenía lugar una fiesta ofrecida por la Duquesa de
Richmond a los jefes y oficiales de Wellington. Éste, que se encontraba en
ella, serenó los ánimos dando orden de que siguiera el baile mientras daba órdenes
perentorias a sus máximos subordinados, manteniéndose presente hasta las 11 de
la noche en que se retiró a dormir profundamente hasta las 4 de la madrugada en
que se levantó para unirse a su Ejército en retirada. Buen ejemplo de la famosa
“flema inglesa”.
Wellington,
en su retirada, colocó su ejército bajo la protección de las alturas de “Mont-Saint-Jean”;
Napoleón, lanzado en su persecución, situó el suyo en las alturas
opuestas. Entre ambos ejércitos se extendía un verdadero océano de trigo
ondulante: el campo de batalla de Waterloo.
¡Waterloo… Waterloooo…! como el triste ulular del viento sobre las olas en
torno a una roca desolada:
¡Waterloo…! El viento aulló, esparciendo negros nubarrones en el cielo. Por la
tarde estalló la tormenta, llovía a mares, pronto el que sería el campo de
batalla se convirtió en una ciénaga donde los caballos y los hombres se hundían
hasta las rodillas en el lodo –ese “sexto elemento de la Guerra” como lo
denominó Napoleón– que hacía imposible
desplazar la artillería; había que esperar. Era el 17 de Junio y Napoleón
ansiaba ardientemente la batalla; toda dilación haría que los prusianos se
acercaran, pero había que esperar hasta que la tierra estuviera seca. Napoleón,
puesto a prueba, se colocó la máscara de la impasible calma: en esos momentos decisivos para el futuro de Europa y aún del
mundo, “el Hombre del Destino”, el héroe de cien batallas, era un
Jugador. Las apuestas eran altas: si
ganaba lo recuperaba todo: Francia,
la gloria y el honor… pero si perdía, ¡ay de Francia, que lo habría elegido
para su destrucción!
El día siguiente, 18 de Junio de
1815, amaneció frío y soleado, los cielos se habían agotado, la tierra pronto
estaría seca. Napoleón, durante el desayuno con sus oficiales, tuvo una
indisposición que lo acompañaría todo el día, pero se sobrepuso y salió a
revistar y arengar a sus hombres: “Le petit Caporal” (el pequeño Cabo) lucía decidido y firme.
A las once de la mañana comenzó la
batalla: protegidos por el fuego
graneado de su artillería los Franceses cargaban contra las líneas Inglesas que
parecían largas serpientes de brillantes escamas rojas esparcidas en el centro
de la llanura. El combate arreció:
aquel océano de cereal se convirtió en un océano de sangre, en la dura batalla
que duró toda la tarde. El sol, ya en el ocaso, continuaba alumbrando la
matanza: caían diez mil hombres por
hora, pero el resultado… continuaba indeciso. Napoleón miraba insistentemente
por su catalejo: ¡si viniera
Grouchy! Necesitaba a Grouchy y a sus 30.000 hombres para volcar el resultado a
su favor y permitir a su “Vieux
Garde” (la Vieja Guardia)
recoger los últimos laureles. Lejos, pero muy lejos, podía ver avanzar una
tenue línea azul: podía ser Grouchy,
como también podían ser los prusianos, que igualmente vestían de azul. Entretanto el General Duque de
Wellington, que ya había visto morir a su sobrino y a varios oficiales de su
Estado Mayor despedazados por las granadas que caían cada vez más cerca de su
Puesto de Comando, y veía a sus tropas iniciar una lenta retirada –que su
experiencia le indicaba muy bien que pronto se convertiría en
desbandada–Wellington clamaba: “¡Quiera Dios que llegue la noche o los
Prusianos! Su ruego al parecer fue escuchado. Cuando las primeras
sombras de la tarde se posaban sobre los picachos que rodeaban Waterloo, una ola azul de 50.000 prusianos
barrió el campo de batalla. Napoleón
tuvo que tomar una terrible resolución –que luego le sería criticada por ese
célebre filósofo de la guerra Karl Von
Klausewitz, quien sirvió bajo su mando:
el lanzar todo el resto de sus fuerzas en un acto desesperado e inútil en vez
de retirarse– respecto a la “Vieja
Guardia” que durante seis horas había estado observando el combate sin
recibir órdenes de intervenir. Ahora iban a ir a un ataque desesperado y
suicida: “¡Héroes de mis triunfos! –les arengó– el destino de mi Imperio está en
vuestras manos!” “¡Vive
l’Empereur!” contestaron. La
“Vieja Guardia” se lanzó al ataque tropezando y cayendo por causa de los miles
de cuerpos muertos esparcidos en el campo de batalla como bancos de arena en un
océano. La Vieja Guardia tropezaba y
caía, se levantaba y volvía a caer para no volver a levantarse, ya por el fuego
de los cañones y de los mosquetes. El enemigo mismo, sobrecogido ante tanto
heroísmo, les rogaba que se rindiesen. Pero sonó la respuesta estentórea del
General Pierre Cambronne: “¡Merde! ¡La garde meurt, mais ne se rande
pas!” (¡Mierda! ¡La Guardia muere, pero no se rinde!). Lucharon hasta
el fin; el Hombre de Bronce lloraba. La estrella de su destino titiló unos
instantes… y luego de apagó.
Horas después, cuando el vencedor General Duque de Wellington recorría el
que fuera campo de batalla, al observar los miles de cuerpos muertos en las más
grotescas posiciones en que los sorprendiera el “rigor mortis” y despojados
hasta de sus prendas más íntimas por aquellos verdaderos “buitres humanos” que
seguían en carretas a los ejércitos para saquear a los caídos, pronunció su
famosa sentencia: “Es
triste perder una batalla –dijo– pero es aun mucho más triste ganarla”.--
No hay comentarios:
Publicar un comentario