miércoles, 17 de junio de 2015

WATERLOO

           RECORDANDO WATERLOO….
          El 18 de Junio se cumplen 200 años de la histórica batalla de Waterloo, librada en esa fecha de 1815 y que significó el fin de Napoleón Bonaparte, el gran Corso que pudo conquistar Europa con su genio militar y dejó también un importante legado político y de organización civil a la humanidad. Por eso queremos recordar esa gesta que cambió la orientación de Europa y tal vez del mundo, escribiendo con el estilo poético que dio la historiadora norteamericana Frances Winwar al relato de la misma, basada en los Cuadernos de Memorias del íntimo amigo y ayudante de Napoleón, Víctor de Laurestán.
          --Una vez llegado nuevamente el Poder, para  la “saga de los 100 días”, Napoleón deseaba ardientemente la paz; pero ya la “Séptima Coalición” declaraba la guerra. Nunca la consideró tan inoportuna Napoleón, pero con la rapidez que lo caracterizaba y que le valiera el apodo de “el águila” decretó la leva, y mediante ella levantó un nuevo Ejército… de criaturas y ancianos… despojando a las cunas y a las tumbas… gruñó la Oposición.
          En Junio comenzó la marcha: se acercaban los rigores del verano y Napoleón, con sombría expresión, cabalgaba mirando a sus hombres: 125.000… todo lo que pudieron darle las mujeres de Francia. Dirigió su ejército hacia el norte, a Bélgica, donde acampaban las fuerzas inglesas al mando del General Duque de Wellington; sabía que tenía que derrotar a los Ingleses y luego volverse contra los Prusianos antes de que pudieran reunirse; y después de batirlos por separado, esperar la llegada de los Rusos. Era la vieja táctica… y el enemigo la había aprendido. El 16 de Junio, con el grueso de su ejército, derrotó totalmente a los Prusianos –al mando del Mariscal Blücher, que se salvó por poco de caer prisionero– en Ligny, mientras que el Mariscal Michel Ney, llamado por Napoleón “el valiente entre los valientes”, hacía lo mismo con los Ingleses y Holandeses en Quatre Bras con una parte de las tropas, lo que le dejaba a las puertas de Bruselas.
          Consumada la victoria en Ligny, el Emperador dio su funesta orden, al mediocre Mariscal Enmanuel Grouchy, de perseguir a los prusianos en retirada, llevándose 30.000 hombres, sin perder contacto con ellos, lo que le costaría la derrota de Waterloo. En tanto, al conocerse que Quatre Bras  estaba en poder de los franceses, cundió el pánico en Bruselas, donde tenía lugar una fiesta ofrecida por la Duquesa de Richmond a los jefes y oficiales de Wellington. Éste, que se encontraba en ella, serenó los ánimos dando orden de que siguiera el baile mientras daba órdenes perentorias a sus máximos subordinados, manteniéndose presente hasta las 11 de la noche en que se retiró a dormir profundamente hasta las 4 de la madrugada en que se levantó para unirse a su Ejército en retirada. Buen ejemplo de la famosa “flema inglesa”.
          Wellington, en su retirada, colocó su ejército bajo la protección de las alturas de “Mont-Saint-Jean”; Napoleón, lanzado en su persecución, situó el suyo en las alturas opuestas. Entre ambos ejércitos se extendía un verdadero océano de trigo ondulante: el campo de batalla de Waterloo. ¡Waterloo… Waterloooo…! como el triste ulular del viento sobre las olas en torno a una roca desolada: ¡Waterloo…! El viento aulló, esparciendo negros nubarrones en el cielo. Por la tarde estalló la tormenta, llovía a mares, pronto el que sería el campo de batalla se convirtió en una ciénaga donde los caballos y los hombres se hundían hasta las rodillas en el lodo –ese “sexto elemento de la Guerra” como lo denominó Napoleón– que  hacía imposible desplazar la artillería; había que esperar. Era el 17 de Junio y Napoleón ansiaba ardientemente la batalla; toda dilación haría que los prusianos se acercaran, pero había que esperar hasta que la tierra estuviera seca. Napoleón, puesto a prueba, se colocó la máscara de la impasible calma: en esos momentos decisivos para el futuro de Europa y aún del mundo, “el Hombre del Destino”, el héroe de cien batallas, era un Jugador. Las apuestas eran altas: si ganaba lo recuperaba todo: Francia, la gloria y el honor… pero si perdía, ¡ay de Francia, que lo habría elegido para su destrucción!
          El día siguiente, 18 de Junio de 1815, amaneció frío y soleado, los cielos se habían agotado, la tierra pronto estaría seca. Napoleón, durante el desayuno con sus oficiales, tuvo una indisposición que lo acompañaría todo el día, pero se sobrepuso y salió a revistar y arengar a sus hombres: Le petit Caporal (el pequeño Cabo) lucía decidido y firme.
          A las once de la mañana comenzó la batalla: protegidos por el fuego graneado de su artillería los Franceses cargaban contra las líneas Inglesas que parecían largas serpientes de brillantes escamas rojas esparcidas en el centro de la llanura. El combate arreció: aquel océano de cereal se convirtió en un océano de sangre, en la dura batalla que duró toda la tarde. El sol, ya en el ocaso, continuaba alumbrando la matanza: caían diez mil hombres por hora, pero el resultado… continuaba indeciso. Napoleón miraba insistentemente por su catalejo: ¡si viniera Grouchy! Necesitaba a Grouchy y a sus 30.000 hombres para volcar el resultado a su favor y permitir a su Vieux Garde (la Vieja Guardia) recoger los últimos laureles. Lejos, pero muy lejos, podía ver avanzar una tenue línea azul: podía ser Grouchy, como también podían ser los prusianos, que igualmente vestían de azul. Entretanto el General Duque de Wellington, que ya había visto morir a su sobrino y a varios oficiales de su Estado Mayor despedazados por las granadas que caían cada vez más cerca de su Puesto de Comando, y veía a sus tropas iniciar una lenta retirada –que su experiencia le indicaba muy bien que pronto se convertiría en desbandada–Wellington clamaba: “¡Quiera Dios que llegue la noche o los Prusianos! Su ruego al parecer fue escuchado. Cuando las primeras sombras de la tarde se posaban sobre los picachos que rodeaban Waterloo, una ola azul de 50.000 prusianos barrió el campo de batalla. Napoleón tuvo que tomar una terrible resolución –que luego le sería criticada por ese célebre filósofo de la guerra Karl Von Klausewitz, quien sirvió bajo su mando: el lanzar todo el resto de sus fuerzas en un acto desesperado e inútil en vez de retirarse– respecto a la “Vieja Guardia” que durante seis horas había estado observando el combate sin recibir órdenes de intervenir. Ahora iban a ir a un ataque desesperado y suicida: “¡Héroes de mis triunfos! –les arengó– el destino de mi Imperio está en vuestras manos!” “¡Vive l’Empereur!” contestaron. La “Vieja Guardia” se lanzó al ataque tropezando y cayendo por causa de los miles de cuerpos muertos esparcidos en el campo de batalla como bancos de arena en un océano. La Vieja Guardia tropezaba y caía, se levantaba y volvía a caer para no volver a levantarse, ya por el fuego de los cañones y de los mosquetes. El  enemigo mismo, sobrecogido ante tanto heroísmo, les rogaba que se rindiesen. Pero sonó la respuesta estentórea del General Pierre Cambronne: “¡Merde! ¡La garde meurt, mais ne se rande pas!” (¡Mierda! ¡La Guardia muere, pero no se rinde!). Lucharon hasta el fin; el Hombre de Bronce lloraba. La estrella de su destino titiló unos instantes… y luego de apagó.

          Horas después, cuando el vencedor General Duque de Wellington recorría el que fuera campo de batalla, al observar los miles de cuerpos muertos en las más grotescas posiciones en que los sorprendiera el “rigor mortis” y despojados hasta de sus prendas más íntimas por aquellos verdaderos “buitres humanos” que seguían en carretas a los ejércitos para saquear a los caídos, pronunció su famosa sentencia: “Es triste perder una batalla –dijo– pero es aun mucho más triste ganarla”.--                   

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